Como cualquier típica fábula de inocentes animalitos, debería empezar diciendo que “el canto de los gallos se alzó durante aquel magnífico amanecer”. Etcétera. Bueno, en parte sí se alzó el sonido del gallo, aunque más bien debería decir el de una gallina trasnochada.Adela había despertado de su siesta cuando su dueño ya la tenia entre una de sus manos, dejando la otra dispuesta para coger fuerte el cuchillo de cocina. La tenía amarrada por un cuello que se había alargado de forma inusual, mientras Adela aleteaba y lanzaba pequeños gruñidos ahogados.
La falta de oxígeno empezaba a mermar sus fuerzas, conocía su destino y se estaba planteando ya la idea de ceder y comenzar otra de sus oraciones extrañas y sectarias que aprendió de su abuela, muerta hacía años durante una ola de calor. No le dio tiempo a rezar. En menos de un segundo acabó sobre la tabla de madera y un corte brusco le segó el cuello. Pero ella aún quería ser libre. Salió corriendo por el pasillo, decapitada, y se lanzó por el balcón abierto de par en par. “Al menos dejad que escoja mi muerte”.
El cuerpo inerte fue a caer sobre la terraza del primer piso. Allá al fondo se escuchaba el sonido de unos bongos y de una guitarra desgarrada y mal tocada. Una pequeña nubecilla se asomaba por la puerta metálica que daba acceso al piso. Una niebla blanca, espesa y con olor a hierba que llegó hasta lo que antes había sido Adela. Una voz maleducada cantaba a Sabina. Imitador barato.
_ ¡Ey, tío! ¡Mira eso! –Un tipo con melena rasta se había asomado por la puertecilla buscando alguna cosa – Jajajaja, ¡gallinas muertas!
_ Tío, calla, que estás fumao.
Claro, él no veía una gallina muerta: veía dos gallinas sin cabeza. “¡Ey, joder! La mejor alucinación que he tenido nunca”. Y volvió a entrar al piso cerrando bien la puerta para que la nube condensada se quedara en el interior. “Que no se escape na, que no se escape na, to pa dentro, to pa dentro de mis neuronas”, canturreaba.Y siguió tocando los bongos mientras su compañero de juergas se esforzaba para que sus aullidos tuvieran algún tipo de sentido.
El sonido de estos vecinos alternativos - sí, los del pasillo de color amarillo canario con las huellas de sus manos impresas en negro sobre las paredes - llegaba hasta la habitación del bebé del último piso. Un noveno, casi nada.El padre, intentando parecer generoso, había regalado al bebé de 14 meses un peluche que reproducía sonidos cuando su sensor detectaba ruido a su alrededor. Creía que con este pequeño detalle le acercaría al ideal de “padre-que-adora-a-hijo” o a “padre-tan-sumamente-generoso-que-aceptará-por-el-resto-de-sus-días-que-ése-no-es-hijo-suyo”. Le hizo una carantoña cuando ya estaba en la cuna y dejó el monstruo de peluche sobre el alféizar. Mala idea conociendo al vecindario. O buena. Ni él mismo sabía si lo que quería era martirizar al bebé con la falta de sueño.
_“¡Ey, tío! ¡Ni Sabina! ¡Canta, canta más!”.
_ “Y nos dieron las dieeeeeeeeeeez y las oooonceeeeeeeeeeeeeee…”.
El sonido asfixiado ascendió igual de lento que la nube espesa hasta llegar a la ventana del niño. Y, como era de esperar, el animalito de peluche también se puso a cantar para acompañar aquel desafinado coro.
“Kikirikiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii, kikirikiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii”.
Y, como también era de esperar, el niño comenzó a llorar al mismo tiempo que, en la otra punta del piso, una leve sonrisa se dibujaba en la cara del padre.
Y el gallo siguió cantando para mi desesperación durante toda la noche. Y los del primero siguieron fumando.
Y el padre riendo su graciosa venganza.
Y Adela, marginada, siguió en el suelo de la terraza.
1 comentario:
Me imagino a Adela inconsciente dejando un mundo patético liberada de gripes del pollo, de OPAs y estupideces humanas. Sin cabeza, pero liberada, que no libre.
Publicar un comentario